viernes, 19 de enero de 2018

El mundo no deja de ser el mismo, 
siento sobre los hombros las manos frías de la pesadez,
de los siglos que me arrastran al compás de una melodía grave que rebota contra las paredes de un pequeño bar al que hay que llegar subiendo unas escaleras de caracol hechas de madera 
y a lo bruto, 
por la desesperación del encuentro con la terraza,
 por la desesperación del encuentro con la cornisa y luego el frío, apacible asfalto,
 y la melodía es chillada por un violín al que le falta una cuerda, 
y el sonido se asemeja al de mi alma cuando llora la muerte que me fue concebida junto con esta vida.
Por eso me pregunto, mientras mezclo con un movimiento de muñeca absurdo mi bokbunja
 que ahora dibuja de mis piernas al suelo un charco de lo que podría ser sangre,

cuántas cuerdas me faltarían si fuese un violín, o cuántos de mis frutos se estarían pudriendo en el suelo de ser un árbol.

Alguien me mira desde el otro lado del bar, y camina entre las personas holograma, sosteniéndose en las paredes musgosas para no tropezar con las tizas, para no resbalar con las canicas, sólo para agregar al poema que parece que algo busco.
Y lo que busco es perderme en la profundidad de la maceta de menta, con las lombrices y las colillas de cigarro.
Vosotros ni os imagináis lo que es estar al lado de uno de ustedes,
y tener que pretender que la loca es una... 

Alguien alguna vez dijo que como seres con alma, 
era responsabilidad nuestra alimentarla 
y el arduo trabajo nos sería recompensado con el
 espíritu.


Y vosotros que se pudren a diario...


Y yo que me pudro con
vosotros.

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