Cuando es diciembre, todos están vueltos locos, en casa. Es porque hace frío y porque llueve.
Hoy es diciembre, 27, y está lloviendo. Tengo los dedos fríos. Todos en casa duermen. Tienen encima cuatro o tres cobijas. Todos duermen, menos mi madre.
Yo debería estar durmiendo, en el techo, con una manta encima y un cigarrillo lastimosamente empapado entre los dedos. Pero es que he salido a eso de la 1:00 p.m, a caminar. Pensé que si iba al río quizá podría toparme con un barco, y que podría largarme de una vez. Pero no fui al río, por eso he vuelto a casa.
Fui a dar a las vías. Cerca de casa está una vieja estación de tren. Me han dicho que le prendieron fuego hace ya mucho. Iba de largo ya cuando volteé hacia la ruinosa estación, y pues claro.
No me subí a los raíles, porque estaban mojados. Me limité a patear las piedras de granito.
Jugué, como cuando era pequeña, a pisar las piezas de madera. Si hubiese llegado a pisar donde no había más que piedras, hubiese perdido, y me hubiese tenido que volver a casa en ese mismo instante.
Y así iba, pisando las piezas de madera nada más, hasta que di por terminado el juego porque pues ni para qué. Di por terminado el juego en cuanto me agaché a coger una hojita. Y luego otra, y otra, y otra. Y una rama. Y otra hojita.
Las hojitas estaban mojadas, por eso los dedos se me pusieron tan fríos. Porque las juntaba y jugaba con ellas un ratito, y estaban mojadas.
Se escuchó el tedioso lamento del tren, que venía sin muchas ganas, y yo ahí, parada, inerte, con las hojas y ramas en una mano y con piedras en la otra. Unos hombres de espaldas a mí me hicieron señas para que me quitase de las vías. Gañían, y yo me doblaba de la risa. "Rarrrggg" "Rarrrgggg" Creyeron que yo cucú.
Me giré del lado del puente y caminé hacia él. Y los monstruos dejaron de advertirme sobre que el tren iba a hacerme trizas. Me senté en una banca de piedra a ver cómo pasaba el tren, y cómo los árboles se movían. Riéndose todos, menos el guardia de aquel sitio, que parecía asustado. Y es que se me habían ensuciado las botas y mi cabello estaba enmarañado y las mangas de mi suéter estaban cubiertas de lodo. Y lloraba. Estaba tan triste, porque todo era tan hermoso.
"La verdad es que esto no es verdad. Es una ilusión. La ilusión de otra ilusión. Una cuerda de la que se tira hacia atrás. Un tirar vertiginoso. Pero estoy llorando, joder, y tengo las botas sucias y la nariz roja, y al sentarme en esta banca he afirmado con coraje que esto sí es real. Y nadie me había dicho lo contrario. Oh sí, oh sí que es verdad. Tengo los dedos fríos. La verdad ha de estar en eso. En que llevo las botas sucias y el cabello hecho un lío, y en que he juntado un montón de hojas secas, sin saber para qué. ¿Pero dónde?
En la nariz roja. Por eso las madres lloran. Y había también un acceso. Eso había dicho, Horacio. ¿Un acceso a qué, para qué? ¿Por qué había que llamarle así al alejarse todavía más de lo lejano, con la persona de las manos de humo?"
Estaba demasiado cualquiercosa como para entender cualquiercosa, por eso me fui a saltar en los charcos y a jugar en los columpios.
Había un relieve bajo. Una depresión. Y había llovido. Y la depresión se había llenado de agua.
Cogí un puño de piedritas y me quedé con tres. Las demás las tiré desde arriba, para que salpicasen.
Me senté en la tierra, y metí la mano en el agua y toqué el paso que ahí había.
Me puse en pie y camine de vuelta a la entrada, y cerca de la banca estaba el guardia. Me preguntó sonriendo como imagino hacía mucho no sonreía "¿Ya te vas?", y me volví, y asentí, sonriendo también, como hacía mucho no sonreía. Y me fui, le di de lado. Luego pensé que ojalá hubiese llevado las piedritas en la mano y no en el bolsillo, para darle una.
Pero ya le había dado de lado, y ya no me apetecía volverme hasta la banca para darle una piedra.
"Se la daré luego, ni que se le fuese a poner al tren. Y si sí, los hombres le gañirán para que se quite."