lunes, 19 de octubre de 2015

Solía enloquecerme el olor de tu cabello: miel moscada
y lo huesudo de tus hombros, así como los lunares de tu cuello.
Me enloquecían aún más tu clavículas,
el tímido asomar de tu espalda baja
y las venas de tus piernas en invierno.
Había días en los que tus labios sonrientes eran lo único que ocupaba mi mente
y fueran cuales fueran tus palabras de aliento, por ser tu voz me devolvían el aire.
Eras como un ángel a veces, cuando despertaba y te encontraba parada al lado de mi cama.
Yo también me abrí paso entre la maleza y construí caminos creyendo que terminaban donde fuera que tú empezaras.
Yo también me arrastre suplicando la Paz de nuestras almas,
tan siquiera el cobijo,
por ello te pido que no nos atiborres de burdos adjetivos, que mágicas nunca fuimos.

Contigo no hacía magia, ardía:
lo comprendí al declararle la guerra a tus manos,
perdiendo así la propiedad de mi cuerpo.

Mujer, fuimos pecado, redención y vida eterna.
Dos putas llenas de gracia.

Fueron tus ojos las primeras puertas por la que entré al cielo y al infierno
y tus labios laberintos que no me condujeron a ninguna parte,
porque habiendo llegando a la salida resultaba ser apenas el punto de partida.
Dios sabe que lo que más me enloquecía de ti era tu dulce cinismo,
la falsa afinidad,
tus piernas largas,
los dientes chuecos,
tus labios rosas,
la nariz de fresa,
el torso de ninfula
y todo lo demás que era mentira.

Ahora, al contrario, te veo y no me inmuto.
Mi corazón no pierde la calma,
las habitaciones de mi palacio están intactas ante el temblor que usted representa(ba).
Podría observar infinidad de veces los detalles tuyos e
infinidad de veces mi respiración sería lenta, correcta, tranquila.
No deseo arrancarte los labios, el corazón o la ropa.
No deseo siquiera tocarte.
No pensaré en ti nunca más,
no pensaré en ti nunca menos.
Me he curado de ti.
Me he vuelto inmune a tu veneno,
ya no te quiero.