Le escribí una carta. Estaba sonando aquella canción... "There were birds in the sky, but I never saw them winging. No I never saw them at all... Till there was you".
¿Cómo no iba a llorar?
Ya (casi) no veo nada, nada. Y apenas escucho mi propio sollozar.
Me estoy quedando ciega por haber visto tanto.
Me estoy quedando sorda por tantísimos gritos al oído.
Le he escrito que todo va bien donde ahora vivo —aunque yo de vivir nada sé— que todo huele como a sopa fría, pero que ya me estoy acostumbrando. Y que hace más frío que entre sus piernas. Que en realidad ya no me acuerdo de su rostro, pero que todavía conjuro su nombre inmortal a mitad de las borracheras con vino barato de madrugada, tumbada en el piso de la azotea.
Le he dicho que en realidad me gusta el odinoco sitio donde vivo, que es mil veces mejor que el cuartucho de paredes starrias que compartíamos, y que por favor me deje regresar.
Le he dicho que echo de menos nuestras carcajadas; como esa vez —le pregunté si se acordaba— que me paré en la puerta de la habitación y le dije "Vamos a lobilubar, hombre". Que yo todavía me río cuando recuerdo la cara que puso.
Le he dicho que echo de menos su espalda. Y que la gente aquí, donde vivo, folla un poco mal.
Que me he tatuado cada uno de sus lunares, y que al final de la espalda tengo escrito: "El cielo de tus estrellas".
Le dije que no sabía si se acordaba, porque esa vez estaba muy borracho, pero que yo me tumbé en la cama al lado de él y observé su espalda que estaba tapizada, como el cielo de esa noche, de lunares preciosos. Le pregunté si recordaba que le había dicho lo bonito que estaba el cielo y su espalda. Se giró para mirarlo cuando se lo dije, y me besó, y entre sus labios y los míos me dijo: "Eres tú el cielo de mis estrellas."
Y volví a suplicarle que me dejara volver. Que me estaba snufando. Que me estaba muriendo. Que hacía frío, que odiaba el olor a sopa fría y que el alma me estaba partiendo la carne. Que por favor, que se lo suplicaba, que me dejara volver.
.Tenía un cigarrillo en la mano, creí que era un boli.
domingo, 28 de septiembre de 2014
Suelo despertar cansada.
Dormir para mí es como caminar. Caminar por un pasillo oscuro e interminable con las paredes llenas de moho. Sé que están llenas de moho porque a veces me balanceo, como una hoja al viento, por débil o borracha, y terminó restregando mi cuerpo contra las paredes en una unión casi meritoria de alabanza. Pero nadie me alaba, ni a mí ni ami cuerpo mohoso, ni a las paredes.
Porque ahí, en el pasillo, estoy sola, sola, sola.
El piso está tapizado de monedas, tizas, boletos, margaritas, piedras. Maullidos casi siempre se escuchan. Nunca veo a los gatos.
Seguro que los gatos con sus maullidos me persiguen escondiéndose cuando deben, cuando saben que voltearé. Me persiguen por mi olor. Girasoles putrefactos, a eso huelo.
A veces llevo una vela. Estos son los días en los que "voy entendiendo de qué va toda la incoherencia". La vela representa luz, todos lo sabemos. Y también sabemos que es facilísimo quedarse a oscuras con una. Entonces sí: se trata de una metáfora de mierda.
A veces voy desnuda, y con un frío de esos que nada más en el infierno. Y sobra explicar qué días son estos.
A veces de vino, de negro, de blanco, de sangre. A veces a rastras, otras corriendo. A veces en el techo voy dando pasos. Lloro, grito, río, susurro, beso, aprieto, muerto, mato, jodo, rompo, destrozo, maltrato, trago, apilo, quemo. Quemo, quemo, quemo y río.
Despierto cuando me muero, aunque no sé si alguna vez he estado o viva o si morí antes de nacer. Una luz me quema el rostro. Una flecha me atraviesa el estómago. Me tropiezo y me golpeo la cabeza contra una piedra. Etcétera. Etcétera. Morid todos, las mismas veces que me he muerto yo y contadme qué tal. Etcétera.
A veces no camino. A veces me quedo hecha nada en el suelo, jugando con los cochecitos que ahí me encuentro y llorándole, llorándole a la hermosa vida.
Dormir para mí es como caminar. Caminar por un pasillo oscuro e interminable con las paredes llenas de moho. Sé que están llenas de moho porque a veces me balanceo, como una hoja al viento, por débil o borracha, y terminó restregando mi cuerpo contra las paredes en una unión casi meritoria de alabanza. Pero nadie me alaba, ni a mí ni ami cuerpo mohoso, ni a las paredes.
Porque ahí, en el pasillo, estoy sola, sola, sola.
El piso está tapizado de monedas, tizas, boletos, margaritas, piedras. Maullidos casi siempre se escuchan. Nunca veo a los gatos.
Seguro que los gatos con sus maullidos me persiguen escondiéndose cuando deben, cuando saben que voltearé. Me persiguen por mi olor. Girasoles putrefactos, a eso huelo.
A veces llevo una vela. Estos son los días en los que "voy entendiendo de qué va toda la incoherencia". La vela representa luz, todos lo sabemos. Y también sabemos que es facilísimo quedarse a oscuras con una. Entonces sí: se trata de una metáfora de mierda.
A veces voy desnuda, y con un frío de esos que nada más en el infierno. Y sobra explicar qué días son estos.
A veces de vino, de negro, de blanco, de sangre. A veces a rastras, otras corriendo. A veces en el techo voy dando pasos. Lloro, grito, río, susurro, beso, aprieto, muerto, mato, jodo, rompo, destrozo, maltrato, trago, apilo, quemo. Quemo, quemo, quemo y río.
Despierto cuando me muero, aunque no sé si alguna vez he estado o viva o si morí antes de nacer. Una luz me quema el rostro. Una flecha me atraviesa el estómago. Me tropiezo y me golpeo la cabeza contra una piedra. Etcétera. Etcétera. Morid todos, las mismas veces que me he muerto yo y contadme qué tal. Etcétera.
A veces no camino. A veces me quedo hecha nada en el suelo, jugando con los cochecitos que ahí me encuentro y llorándole, llorándole a la hermosa vida.
martes, 23 de septiembre de 2014
Para decirle “Te quiero”
Hay personas con mecanismos un poco
descompuestos. Tal que una flor
cortada de las demás termina siendo, a su perspectiva, un cadáver y
la tesis del problema más grande de la humanidad.
—Y es que no es así como debería de
funcionar la gente, porque esto es, precisamente, no funcionar—
Y aquellos que se sienten lo
suficientemente listillos afirman con hastío: "La gente así se ve
arrastrada, o más bien: se deja arrastrar, por una serie de
eventos absurdos."
Pero es que qué van a saber ellos de
la vida. Sabe más alguien
que siempre está jugando a la rayuela, arrastrándose como ellos dicen, que sus propias almas contoneantes que no hacen más que eso: contonearse
en planos simples y aceptados por la cotidianidad... porque no saben hacer nada más.
(Y es cuando se presenta la duda de si
felicitarles o darles el más profundo pésame que van a darles en sus simplonas
vidas.)
Pasa que pierden su reflejo en un charco, y el charco se pierde en su reflejo, y terminan pensando en el hombre-mono como el creador del bendito Universo.
Cosa que no tendrá ningún sentido para muchos, pero para otros será la posición fetal y el llanto
interminable.
Al final del día a nadie le gusta mucho sentirlo todo como si trajera la
piel al revés estando en medio de un desierto frío. Y mucho menos gusta pensar tan rápido en
tantísimas cosas; los pensamientos acaban colisionando, magullan el cerebro y termina por instalarse un
cansancio mental terrible, tanto que hasta se pierde el sueño.
Pero de eso no se trata, no.
No se trata de los unos ni de
los otros. Se trata de los antídotos que solo los unos (los que se arrastran) pueden tener.
Y mi antídoto —Mío, sí. Lo aclaro porque la verdad no
sé si me haya olvidado de mencionar que yo soy de los que se arrastran— es ella.
Cuando la miro, veo llanto, sol, alma y febrero. Y cuando le echo de menos, en mi cabeza se reproducen sus gestos como en una película casera rodada
en súper 8. Ella es de colores por dentro, y de caos. Y es vida, destrucción y muerte. Sobre
todo muerte, muerte, muerte y mi vida. Una vez vi su rostro de
preocupación empapado por la lluvia: el cabello se le pegaba a la cara y sus labios rosas se abrían cada
cierto tiempo para mostrar sus dientes tintineantes; creo que fue entonces cuando recordé que esa chica es lo que más amo en
el mundo.
Cuando la miro como diciéndole
que nada, me mira como diciéndome que sí, que todo.
Puedo asegurar que no existe
nada más cálido y dulce que ella, pero
tampoco nada más asfixiante.
—Y me apena haber tenido que
recurrir a esto que tanto odia de nosotras, pero es que no sé de qué otra manera hacerle saber lo mucho que la
quiero. —
Suscribirse a:
Entradas (Atom)