pero algo en el ambiente, en el vapor frío que se escapa de mi boca entreabierta,
me advirtió
que si algo era, fuera lo que fuese,
no era febrero.
Y tu sonrisa quebrada y burlona negaba que yo hubiese perdido cualquier cosa.
Traté de entender tus ojos, con un cigarrillo anclado en mis parpados,
y algo en las pocas luces de esta pequeña ciudad me aseguró que sangras.
Que sangras a gruesas gotas oscuras.
Que tus ojos, puertas al manicomio, se abrieron a las noches mediocres de este mundo desde hace tanto...
Y sin embargo, te paseas por la casa con tus medias rotas y el cabello hecho una maraña,
sonriéndole a los espejos, de madrugada.
Eres como un incendio a mitad del bosque, mujer, como un incendio: condenada a tu carne en mi carne, a tu espíritu en el mío.
En mi intento absurdo por unir tu cuerpo al mío, tú ni siquiera intentas tocarme, ni siquiera intentas engañarme. Como confesándome que en ti, para ti, el mundo ya se ha acabado de morir.
Y sangro, yo también, a gruesas gotas.
Y mi voz, de golpe, es esta:
¡Yo es que ya no sé rogar, ya no sé suplicar, ni por mí misma!
Les pregunto, si no están ya muy hartos del color de mi sangre.
¡Yo es que ya no sé rogar, ya no sé suplicar, ni por mi propia miseria!
¡Oh, este viento esta cortándome la piel!
Quemo mi alma.
Tantas pupilas nauseabundas que me rodean a esta hora, que se quedan mirándome languidecer.
Morir.
Tan lejos de aquí, tan lejos de ti,
y cerca, muy cerca, de las jaulas en las que vivió mi corazón.
¡Pero rápido!, ¡que se acabe este absurdo!
Para así volver a ver su sangre en mi sangre,
y gozar de otra sombra, de su codiciada sombra, más suave y más propicia que mi penoso temblor.
Pero, por favor, que yo vuelva allí.
La ausencia se extiende hasta donde me alcanza la vista, pero
sé que me esperas, allá lejos. Más lejos.
"Y
que
el amor de Dios
esté
con usted",
me dicen.